Mi llegada con 18 años desde la pequeña ciudad imperial, sintiéndome muy mayor y dispuesto a estudiar medicina.
Los tres años de “El Negro”, lo mejor que me pudo pasar, edificio lleno de experiencias, aventuras y familia.
Las enormes aulas de la facultad y el olor a formol de las prácticas de anatomía.
Los amores. Los primeros, los esporádicos, los inesperados y el definitivo.
Las caminatas por la Casa de Campo hasta Carampa.
Las noches de circo, cine o teatro.
Bajar Gregorio del Amo hundiendo los pies en las hojas caídas.
El Iron y su surrealismo.
El Ángel Caído del Retiro.
El Metro y su entramado de colores.
Perderme una y otra vez en el Gregorio Marañón
La oreja a la plancha y las bravas.
El Chaminade, mi segundo colegio mayor. Su gimnasio, su gente, el EUCIMA.
Los entresijos del Price por primera vez y sentirme parte de él.
El día del MIR y el del Ministerio eligiendo plaza.
El equipo de baloncesto, más centrado en cañas que en victorias.
Aquél curso llamado “Fracaso Renal” donde conocí a Alicia, y que resultó no ser ningún fracaso.
Cerdeño, Carloh, Álex, Bisbi y Javi. Diferentes compañeros de los diferentes pisos:
Ibáñez de Ibero, Reina Mercedes, Batalla del Salado, Valencia y Ferrocarril.
Disfrutar la superficie gracias a la bici.
Los desayunos en la terraza mirando al sur con gafas de sol.
El viaje en teleférico recordando los que hacía con mi abuelo.
Hablar de circo durante horas con Carlos, que es como un hermano.
El tren que me llevaba a Alcorcón y la cuesta que sufría para ir a Carabanchel.
Los pavos reales del parque de Fuente del Berro.
Oírme decir "eso está a 30 minutos", como buen madrileño.
El pan de la Sorianita y las palmeras de chocolate del Longinos.
El día eterno en el que acabamos teniendo a Nicolás entre los brazos.
Mi salida a los 33 años, tan cambiado y tan igual, esta vez en compañía, parafraseando una canción de los 80:
Los tres años de “El Negro”, lo mejor que me pudo pasar, edificio lleno de experiencias, aventuras y familia.
Las enormes aulas de la facultad y el olor a formol de las prácticas de anatomía.
Los amores. Los primeros, los esporádicos, los inesperados y el definitivo.
Las caminatas por la Casa de Campo hasta Carampa.
Las noches de circo, cine o teatro.
Bajar Gregorio del Amo hundiendo los pies en las hojas caídas.
El Iron y su surrealismo.
El Ángel Caído del Retiro.
El Metro y su entramado de colores.
Perderme una y otra vez en el Gregorio Marañón
La oreja a la plancha y las bravas.
El Chaminade, mi segundo colegio mayor. Su gimnasio, su gente, el EUCIMA.
Los entresijos del Price por primera vez y sentirme parte de él.
El día del MIR y el del Ministerio eligiendo plaza.
El equipo de baloncesto, más centrado en cañas que en victorias.
Aquél curso llamado “Fracaso Renal” donde conocí a Alicia, y que resultó no ser ningún fracaso.
Cerdeño, Carloh, Álex, Bisbi y Javi. Diferentes compañeros de los diferentes pisos:
Ibáñez de Ibero, Reina Mercedes, Batalla del Salado, Valencia y Ferrocarril.
Disfrutar la superficie gracias a la bici.
Los desayunos en la terraza mirando al sur con gafas de sol.
El viaje en teleférico recordando los que hacía con mi abuelo.
Hablar de circo durante horas con Carlos, que es como un hermano.
El tren que me llevaba a Alcorcón y la cuesta que sufría para ir a Carabanchel.
Los pavos reales del parque de Fuente del Berro.
Oírme decir "eso está a 30 minutos", como buen madrileño.
El pan de la Sorianita y las palmeras de chocolate del Longinos.
El día eterno en el que acabamos teniendo a Nicolás entre los brazos.
Mi salida a los 33 años, tan cambiado y tan igual, esta vez en compañía, parafraseando una canción de los 80:
¡Poeta! Bienhallado seas de vuelta en casa.
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