Lo recuerdo
perfectamente. Se llamaba Otto, pero por todos era conocido como El
gran saltador. Llegó aquí hace algunos meses, desorientado y
taciturno. Nunca supimos de qué compañía venía y nadie se atrevió
a preguntarle; era una de nuestras normas, no indagar en heridas
ajenas. Era de un color
diferente y ello parecía avergonzarle. Los primeros días solo se
dejaba ver de noche, en plena oscuridad, y de día se mantenía a la
sombra. Por suerte, pude despreocuparme del recién llegado en
seguida, el payaso Filipo empezó a congeniar a las mil maravillas
con él y pronto surgió un cariño y admiración mutuos. Otto ya no
renegaba del sol e, incluso, parecía disfrutar jugando con su
reflejo en el agua.
Otto poco a poco
se convirtió en uno más, danzando durante el día y alguna que otra
noche, en que se le podía encontrar de arriba abajo, prescindiendo
de un descanso vital para muchos de nosotros. Una mañana nos
contó su habilidad, lo que él iba a ser capaz de hacer el tiempo
que estuviese con nosotros, ¡saltar! Su seguridad era tal que su
mirada se iluminó, al mismo tiempo que su color parecía
intensificarse. Y no era para menos…, parecía haber nacido para
ello. Le enseñó su padre, del que tuvo que despedirse antes de lo
que jamás hubiese esperado y deseado.
Era arriesgado, no
contábamos con ningún tipo de red o trasfondo para amortiguar las
caídas; pero a Otto ese gran detalle no parecía amedrentarle, se
lanzaba a besar el aire como si tuviese siete vidas. Nunca, nunca tuvo
que lamentar una caída, un mal golpe; nunca tuvimos que ir a
socorrerle. Siempre coronaba la cima con su mejor sonrisa y
aterrizaba acompañado del calor y el entusiasmo que le brindaban las
miradas de los asistentes, quienes para él eran como una red.
¡Más alto!, ¡más
alto!, le gritaban a pie de escenario. Y él, amparado en su
juventud, sobrepasaba los límites con la misma energía y vitalidad
que la primera vez. Estábamos cansados de decirle que no fuese más
allá, que era peligroso, que el menor descuido podía hacer que en
un instante se precipitara en el vacío y cayese contra el suelo, y
Filipo no estaba dispuesto a lamentar otra pérdida.
Fuimos Filipo,
Eric y yo los encargados de decidir qué hacer con Otto. Retenerlo
sería un trabajo arduo que implicaría velar por él día y noche, y
no todos estarían dispuestos a colaborar. El trastornado de Eric,
que si por algo se caracterizaba era por no tener muchas luces,
propuso dejarlo sin comer unos días. Su solución era sencilla: no
come, pierde energía, no salta. No pareció darse cuenta de la
estupidez de su idea y hasta el último momento la defendió e
incluso intentó hacer campaña.
Esa misma noche
hablamos con Otto, le citamos Filipo y yo, excusando la ausencia de
Eric, al que mantuvimos retenido aquella noche. A Otto le encontramos
algo cambiado, falto de vida y un tanto escurridizo. Pensamos que
quizás nos hubiese escuchado la noche anterior o, peor aún, se
hubiese percatado del macabro plan de Eric.
Escapaba a nuestra
mirada y su angustia era tal, que nos vimos obligados a zanjar la
conversación y posponerla para la mañana siguiente. Parecía que le
estábamos sometiendo a una tortura. Filipo y yo,
desconcertados, nos retiramos a descansar, aunque los dos sabíamos
bien que esa noche ninguno lo haría; la pasamos, cada uno a su
manera, rumiando una nueva manera de tratar aquel asunto con Otto. No
queríamos dejarle sin su número, tan aclamado y ensalzado por su
público, sino acordar hasta dónde podía llegar.
Pero no tuvimos
más días ni ocasión para hacerlo. A la mañana siguiente unos
pasos tempranos nos alertaron. Aún no había amanecido. Un tímido
sol se mantenía agazapado esperando morder con saña aquella mañana,
pero el denso manto de la noche aún resistía, lo que alimentaba un
ambiente de confusión que iba cargándose de malos presagios. Una
voz de alarma me sacó de mi diaria ensoñación.
Desperté a
Filipo. Quise mantener la calma pero el temblor que en segundos tiñó
mi voz se hizo visible. Nos apresuramos hasta la superficie; yo con
más nervios que prisa, mis entumecidos movimientos no me permitían
seguir el ritmo de Filipo, que me esperó mirando al cielo. Su
intuición, siempre acertada, temía contemplar el peor de los
finales.
La última función
de Otto fue de madrugada, sin miradas curiosas y sin el resorte de
los aplausos, sin red. Por eso el golpe contra el suelo fue mortal. Y
la desviación de la trayectoria, intencionada o no, era evidente. Su
diminuto cuerpo yacía varios centímetros delante de su lugar de
partida. Dos sombras se
abrían paso ante mis ojos y recogían en sus manos los restos de su
salto. Mi desesperación me llevó a ver cómo sus branquias aún
dejaban paso al aire, pero la sequedad de sus escamas nos hizo saber
que eran varias horas las que Otto llevaba sin vida fuera del agua. Aquella mañana, a
la vuelta del colegio, Maite no estampó sus ojos contra el cristal
de la pecera. Nos olvidó por un tiempo; echaba de menos a El Gran
Saltador.
PD: Este cuento no es mío, es de Elisa, una lectora palentina de gran sonrisa a la que yo también decidí leer y, visto lo visto, invitar encantado a participar del blog. Espero que os haya gustado tanto como a mí y que os animéis a escribir cosas de estas, o lo que queráis, que yo encantado en publicarlo. Mil gracias Elisa.
Circus Fish, de Kamiel Proost (www.kamiel-proost.com) |
PD: Este cuento no es mío, es de Elisa, una lectora palentina de gran sonrisa a la que yo también decidí leer y, visto lo visto, invitar encantado a participar del blog. Espero que os haya gustado tanto como a mí y que os animéis a escribir cosas de estas, o lo que queráis, que yo encantado en publicarlo. Mil gracias Elisa.